Por JOSÉ JUAN MORESO
Catedrático de Filosofía del Derecho
Universitat Pompeu Fabra, Bercelona
Confinados en nuestros domicilios, temerosos de recibir la llamada telefónica o el mensaje de whatsapp de que algún otro familiar de nuestros conocidos o amigos ha fallecido por culpa de este maldito virus, nos damos cuenta de cuán frágiles somos.
Creo que esta fragilidad que todos sentimos puede ser caracterizada mediante dos fragilidades específicas fundamentales. En primer lugar, la fragilidad del orden social, usualmente el orden social es para nosotros, de manera inadvertida, como una prolongación del orden natural. Quiero decir que de un modo similar a como la noche sucede al día y la primavera al invierno, esperamos que los lunes estará abierto el bar donde tomamos café todos los días, saludaremos a las personas que son nuestras compañeras de trabajo, y así todo aquello que conforma nuestra vida cotidiana. Sin embargo, el orden social no es una prolongación del orden natural, su textura y sus mimbres son más delicados, se fundan en un conjunto de creencias y actitudes que pueden, como ahora ha sucedido, venirse abajo. En segundo lugar, la fragilidad del saber humano, en nuestras sociedades de hoy, es tal el conocimiento sobre el mundo que, entre todos, albergamos, que tendemos a pensar que el saber humano es omnisciente, o casi. No obstante, el saber humano (los científicos lo saben cada uno en su ámbito de especialidad) es también muy frágil, conocemos una parcela muy pequeña y de un modo muy fragmentario de aquello que es posible conocer. Así ahora, un virus –que no es más que un pedazo de material genético extraviado y errático- el COVID-19, nos tiene a todos contra la pared, porque no somos capaces aún de hallar una vacuna eficaz contra él. Estas fragilidades sumadas nos sitúan, de un modo realmente terrible, a la intemperie.
¿Cómo podemos, entonces, enfrentarnos a estas fragilidades? La primera protección en esta situación de desolación consiste, según creo, en aceptar estas dos fragilidades que están implícitas en nuestras prácticas, pero que nos pasan a menudo desapercibidas. La segunda protección, me parece, ha de venir de la fraternidad.
La fraternidad, que suele ser la pariente pobre de las tres grandes virtudes republicanas, junto con la libertad y la igualdad, es ahora nuestro refugio más seguro. Y, la fraternidad –como yo la concibo- tiene al menos las tres siguientes dimensiones.
La primera dimensión es la universalidad. Si algo ha mostrado esta
pandemia es que las soluciones locales no sirven de nada. En este mundo global,
el virus ha viajado de país en país, de continente en continente, alojado en
las personas que se mueven en él. Esto muestra lo equivocado de las tendencias
autárquicas, del America first!, de
dar la culpa siempre a los otros, de generar un enemigo exterior. No sirve de
nada, sólo estrategias comunes, y como más globales mejor, pueden librarnos de
esta amenaza. Esperamos, nosotros los europeos, más de las instituciones de la
Unión Europea, del Consejo, de la Comisión, del Parlamento, del Banco Central
europeo. Esperamos que se coordinen, además, más y mejor con las instituciones
mundiales, con la ONU, con la OMS, con todas las instituciones. Recientemente
en Italia, el prestigioso iusfilósofo Luigi Ferrajoli, junto con otros
pensadores destacados, ha tomado la iniciativa de lo que llaman Costituente Terra, pues eso
precisamente, un constitucionalismo democrático para todas las personas es lo
que ahora precisamos.
Como ya puede colegirse de lo anterior, la segunda dimensión es la de la fraternidad institucional. Precisamos instituciones públicas sensibles a nuestras fragilidades. Para ello dichas instituciones deben rehacer los presupuestos de nuestro orden social, para constituir las bases de una sociedad bien ordenada, más decente y más justa. Y también deben apoyar de aquí en adelante, con mucha mayor decisión, los programas e instrumentos que aumenten nuestro saber, porque sólo el saber humano puede protegernos contra las amenazas del futuro, que son las pandemias, pero también el cambio climático, el acceso a los recursos naturales, el hambre, la desigualdad insoportable. Como decía Francisco Giner de los Ríos, uno de los fundadores de la Institución Libre de Enseñanza, y le gusta recordar a Francisco J. Laporta, ‘lo que sabemos, lo sabemos entre todos’.
Como ya puede colegirse de lo anterior, la segunda dimensión es la de la fraternidad institucional. Precisamos instituciones públicas sensibles a nuestras fragilidades. Para ello dichas instituciones deben rehacer los presupuestos de nuestro orden social, para constituir las bases de una sociedad bien ordenada, más decente y más justa. Y también deben apoyar de aquí en adelante, con mucha mayor decisión, los programas e instrumentos que aumenten nuestro saber, porque sólo el saber humano puede protegernos contra las amenazas del futuro, que son las pandemias, pero también el cambio climático, el acceso a los recursos naturales, el hambre, la desigualdad insoportable. Como decía Francisco Giner de los Ríos, uno de los fundadores de la Institución Libre de Enseñanza, y le gusta recordar a Francisco J. Laporta, ‘lo que sabemos, lo sabemos entre todos’.
Y, por último, la tercera dimensión es
la de la fraternidad cívica. Todos
debemos, aparte –es obvio- de obedecer puntualmente a las autoridades en estos
momentos, ayudar a las personas más vulnerables y necesitadas de nuestro
entorno. Una llamada telefónica puede ser importante en estos momentos, un poco
de dinero o el aplazamiento de un pago, o el mantenimiento de otros pagos
–aquellos que podemos permitírnoslo- aún si los servicios correspondientes no
pueden, en las circunstancias actuales, ser ofrecidos.
Ahora mismo, sólo la fraternidad es el
refugio de nuestra fragilidad.