Por Enrique Sotomayor Trelles
Investigador del Centro de Estudios de Filosofía del
Derecho y Teoría Constitucional de la PUCP y del
Grupo de Investigación sobre Teoría Crítica de la PUCP.
I
Los últimos años -aproximadamente desde el 2000, para ser un poco más preciso- han visto el florecimiento de diversos enfoques respecto de los estudios sobre la argumentación. A los enfoques más tradicionales, que podríamos llamar, a falta de un mejor término, “normativos”, se han sumado una variedad de aproximaciones heterodoxas y en algunos casos, incluso incompatibles entre sí. Por “normativos” me refiero aquí a aquellos enfoques que parten de ciertas condiciones ideales en las que se puede imputar racionalidad a los agentes que argumentan. Dentro de las disciplinas que se han involucrado en esta aproximación tenemos a la lógica (tanto formal como informal, como demuestra el fructífero trabajo de académicos contemporáneos como Douglas Walton), la retórica, y algunos enfoques sobre las condiciones de validez de un argumento. En este último escenario, el debate filosófico no solo se ha referido a las características ideales de un argumento -posible universalización, respeto de las reglas de la lógica, abstracción y aptitud para sobrevivir objeciones- sino también al escenario institucional necesario para “implementar la práctica argumentativa a gran escala”. El proyecto de una ética discursiva, como la que han venido desarrollando Jürgen Habermas y K.O. Apel, apunta en este último sentido.
Prácticamente por cuerdas separadas, y estableciendo en muchos casos poca o nula comunicación con el primer enfoque; se ha venido desarrollando una extensa literatura sobre la falibilidad del razonamiento humano. La bibliografía proviene en este caso de disciplinas como la psicología cognitivo-conductual o las neurociencias. Por tomar el trabajo de uno de sus más celebres defensores, el premio Nobel de Economía del 2002 (junto a Amos Tversky, quien murió prematuramente en 1999) Daniel Kanheman, podemos hablar de dos sistemas cognitivos que operan en el razonamiento humano cotidiano: el sistema 1 (o rápido) que opera de manera automática, con poco o ningún esfuerzo y sin sensación de control voluntario (flexible, intuitivo y plástico), y el sistema 2 (o lento) que requiere de la activación de funciones cognitivas superiores (deliberación, retención, orden lógico). Si bien el sistema 1 nos permite desenvolvernos en el mundo optimizando nuestras reservas energéticas, emocionales y temporales, es también un sistema falible, que opera fundamentalmente a través de atajos cognitivos (también llamados sesgos o heurísticas). Kahneman y Tversky estaban argumentando contra la idealizada imagen del homo economicus, prototipo ideal a partir del cual se desarrollaban los modelos matemáticos en la economía (pensemos en la teoría del consumidor en microeconomía). Mientras que estos modelos exigían individuos racionales, con una enorme capacidad de cómputo de posibles ganancias, autointeresados y que expresaran preferencias transitivas (si prefiero A a B, y B a C, debo preferir A a C); la práctica nos mostraba individuos incapaces de realizar cálculos complejos, falibles, volubles, capaces de oscurecer su razonamiento por la incidencia de emociones e incapaces de mantener preferencias en órdenes transitivos. La psicología cognitiva, antes que presentar una visión pesimista de estas fallas de razonamiento, construyó una poderosa teoría que nos permite explicar, predecir y transformar los sesgos cognitivos, y usarlos para mejorar nuestras decisiones, como célebremente trataron de hacer Cass Sunstein y Richard Thaler en el clásico moderno Nudge: Improving Decisions about Health, Wealth and Happiness.
Al día de hoy, a los enfoques normativo-racionales y cognitivo-conductuales podemos sumar perspectivas semiótico-estructurales, como recientemente ha hecho el profesor Andrej Kristan en un libro publicado también por Palestra (véase cap. III de Desde el Estado hasta la Ideología Judicial: Antimanual); enfoques psicoanalíticos (siempre problemáticos en cuanto a sus presupuestos epistemológicos); la herencia de la teoría de los actos de habla encarnada, luego de Austin, en la obra de John Searle, y que ha dado como resultado toda una ontología social que presupone una forma de intencionalidad colectiva (nosotros-intencionalidad); enfoques inferenciales como el de la escuela de Pittsburg (con Sellars, Brandom y McDowell a la cabeza); y, finalmente, pero no por ello menos importante, un enfoque evolutivo, como el que propone en este libro el profesor Cristian Santibáñez. En todo caso, en honor a la riqueza del marco teórico ofrecido por Santibáñez, habría que decir que en el libro se conjugan diversas aproximaciones sobre la argumentación, y se trata de ofrecer una perspectiva de conjunto, ordenada y coherente.
II
La tradición del contractualismo, en filosofía política, ha tratado de ofrecer una explicación racional sobre por qué los individuos optarían por instituir un tipo de organización social que administre sus libertades. Una explicación clásica, pero que parte de un supuesto pesimista, es la que ofreció Thomas Hobbes: los individuos estatuyen un Leviatán (Estado) como un cálculo racional (pragmático) frente a un estado de naturaleza miserable en el que homo homini lupus (el hombre es el lobo del hombre). John Locke, menos pesimista que Hobbes, notaba que los hombres son criaturas en general pacíficas pero impredecibles y volubles, capaces de arranques de violencia o de venganza. Cuando alguien me hace un mal, razonaba Locke (y una larga línea de economistas y filósofos empiristas) el castigo que dicta la recta razón debía ser de la misma magnitud (como en el adagio “ojo por ojo, diente por diente”). Sin embargo, sobrepasados por sus emociones, los hombres recurren a cruentos castigos para insignificantes males. El Estado aparece, entonces, como un medio de coordinación de conductas, mediante la administración de libertades.
Estas explicaciones ofrecen una virtud fundamental: dar cuenta de la cooperación humana a partir de hipótesis sobre el egoísmo individual. Contemporáneamente los herederos de este tipo de enfoques, aunque más refinados en cuanto a las herramientas teóricas y de modelamiento matemático a su disposición, parten sin embargo de la misma premisa. Dice Robert Axelrod, en un artículo (publicado en 1981) y luego clásico libro (de 1984) llamado The Evolution of Cooperation que la estrategia de cooperación es evolutivamente ventajosa cuando un juego (como la convivencia social) se puede repetir en un número indefinido de veces. La rama que estudia contemporáneamente este tema es conocida como “teoría evolutiva de juegos”, y es una de las fuentes de las que se vale Santibáñez para explicar la función de la argumentación como empresa humana cooperativa. Como señala en la Introducción general “La cooperación puede ser vista como una selección natural para el éxito adaptativo.” (p. 16).
III
Profesor Cristián Santibáñez,
autor de "Origen y función de la argumentación. Pasos hacia una explicación evolutiva y cognitiva" |
La tesis principal del texto de Santibáñez se ofrece rápidamente en el capítulo 1, y se complementa y aclara en los capítulos restantes de la primera parte. Dicha tesis consiste en señalar que la actividad argumentativa es una suerte de estrategia evolutiva que nos permitió florecer y desarrollarnos como especie, y que se enmarca dentro de las estrategias cooperativas a las que he hecho referencia a propósito de la obra de Axelrod. Para sustentar esta tesis, el autor no solo recurre a estudios basados en teoría evolutiva de juegos, sino también a una doble perspectiva tomada de la psicobiología: los puntos de vista ontogenético y filogenético. Lo primero hace referencia al desarrollo de una vida individual, y la forma en que dicho desarrollo se ve modulado por factores ambientales (epigenéticos) o propios del desarrollo de la especie. Por su parte, la perspectiva filogenética hace referencia a la evolución de la especie humana, y a la adaptación genética que se transmite entre generaciones.
Como primer paso en su argumentación, Santibáñez entiende el término argumentar como:
Como primer paso en su argumentación, Santibáñez entiende el término argumentar como:
“[l]a acción de un agente -individual o colectivo- de avanzar un punto de vista que es dudado o rechazado en el contexto de un diálogo directo o diferido por uno o varios agentes, acción sobre la cual deviene la exposición de razones que buscan, desde el punto de vista de quien avanzó la opinión, apoyar el punto de vista, rechazar el rechazo, o disolver las dudas y, desde el punto de vista de quien dudó o rechazó con otro punto de vista sobre el tópico en disputa, la exposición potencial de razones que reafirmen las dudas y/o en rechazo; tales razones pueden nuevamente ser puestas en cuestionamiento, y así sucesivamente hasta cuando se manifieste, de alguna forma, la resolución del desacuerdo, resolución que puede ser incompleta -no se despejan totalmente las dudas, por ejemplo-, o puede ser considerada inconclusa -se establece una resolución temporal, por ejemplo-.” (p. 24).
Esta actividad requiere, sin embargo, de varios presupuestos individuales e institucionales: (i) características cognitivas del agente y de su interlocutor (esto es, de quien duda o rechaza); (ii) características sociales y (iii) cierta estructura típica en el argumento (por ejemplo, una estructura inferencial). Es a la elucidación de estas características que se aboca el contenido de la primera parte del libro. A nivel cognitivo, la argumentación es una actividad demandante -propia del sistema 2 o lento de Kanheman y Tversky-, pues requiere de una infraestructura mental que asegure poder dar y recibir razones de parte del agente. Señala Santibáñez:
Me gustaría sugerir que la argumentación requiere la misma capacidad que las intenciones, o más en general, que la capacidad de leer la mente presupone; y esta es una capacidad de producir una metarrepresentación de carácter recursivo: “Yo sé que tú sabes que yo sé...”. En el caso particular de argumentar, el mecanismo general puede ser descrito como una fórmula inferencial recursiva de dar razones: “Yo sé que tú sabes que yo sé que tú evalúas mis razones...”. Saber esto genera una presión selectiva para comunicar buenas razones. (p. 33).
La recursividad a la que se refiere Santibáñez se sustenta en la cooperatividad de la empresa argumentativa. Esta requiere, como presupuestos, (1) normas de cooperación en la comunicación, materializadas, por ejemplo, en turnos de diálogo (como los que Alexy recoge en su Teoría de la Argumentación Jurídica), (2) objetivos e intenciones compartidas para alcanzar metas o ciertos resultados (por eso Josep Aguiló, empleando el par “temático-actoral”, se refiere al diálogo racional, lo más parecido a una actividad argumentativa, como uno de tipo temático-cooperativo), (3) atención conjunta, y (4) convenciones comunicativas que configuran un trasfondo (como las normas culturales) (Santibáñez 2018, p. 34).
Ahora bien, más allá de ser una estrategia evolutiva eficiente, la actividad argumentativa es también una actividad normativa: “cuando discuto con alguien, considero que tengo un punto de vista más correcto, sólido o verdadero y más certeramente justificado que el de mi oponente, pues si pensara lo opuesto cometería flagrantemente una contradicción pragmática (…)” (p. 42). Cuando la práctica argumentativa se estabiliza en el tiempo, como una estrategia idónea para solucionar problemas de coordinación, organización y producción y alocación de bienes escasos, se generan hechos institucionales.
En cuanto a su función en la evolución de las sociedades humanas:
La argumentación, como un tipo de destreza cognitiva, debió haber sido favorecida por esa necesidad de intercambio entre bandas o grupos distantes para efectos de controlar violencia física, resolver conflictos, transar bienes, asegurar comida y, como luego fue el caso, mejorar el promedio de crecimiento poblacional que hoy es casi exponencial (p. 64).
En suma, un análisis sobre la evolución de la argumentación en la historia de las sociedades humanas nos muestra que:
[a]rgumentar es una tecnología cognitiva que beneficia a todos los interlocutores (el que da buenas razones y, con ello, representaciones adecuadas, asegura mayor reputación; el que las recibe puede optar por una nueva representación que le hace desechar la equivocada), porque la repetición del acto de dar buenas razones genera expectativas positivas que circularmente mantienen la competencia de encontrar aun mejores productos comunicativos; porque se objetiva un proceso al que se puede recurrir por aquellos que no detentan una influencia de otra índole (física, de parentesco) en los grupos; porque es una tecnología colectiva inteligente que renueva constantemente la tolerancia básica que hace fluir nuestros mecanismos comunicativos; y porque, una vez satisfecha la necesidad física de alimento y pareja, permite modelar el conflicto que genera satisfacer la necesidad simbólica (pp. 65-66).