Universidad de Turín - Italia
1. Democracia es una palabra antigua. Todos conocen el significado etimológico de este término, que está formado por dos palabras griegas: demos (pueblo) y kratia (poder). Populismo, en cambio, es una palabra relativamente reciente. Originalmente, “populismo” es un nombre propio: el nombre de un movimiento político de inspiración socialista, que se consolidó desde los años ochenta del siglo diecinueve en Rusia, y que idealizaba la comunidad agrícola tradicional. En esos mismos años, “populismo” es también el nombre de un movimiento y de un partido que, en los Estados Unidos, expresa el malestar de las clases agrarias frente a los “poderes fuertes” y a los procesos de modernización[1].
Sin embargo, “populismo” se
convierte posteriormente en un término común, utilizado para calificar (en un
sentido normalmente negativo) movimientos, partidos, ideologías que apelan
directamente al pueblo, rechazando las mediaciones de la democracia
representativa y los límites constitucionales. Es significativo que el término
ruso para designar el movimiento de Herzen e Černyševskij —narodnicestvo (de narod,
pueblo)— es utilizado hoy solo por los historiadores, mientras
que en lo años
ochenta y noventa del siglo veinte, en Rusia, se difundió otra palabra para
describir la ideología y la práctica de algunos “nuevos políticos” emergentes: populizm,
que es un calco del término inglés populism[2].
La categoría
de “populismo” se difunde de este modo en los años
sesenta. En un primer momento, el concepto de populismo es utilizado para
clasificar algunos regímenes políticos latinoamericanos que no es fácil
encuadrar a través de otras categorías más tradicionales, como los gobiernos de
Vargas, en Brasil, y de Perón, en Argentina. Se trata de regímenes que se
distinguen por una particular “mezcla de manifestaciones públicas, liderazgo
personal, retórica sobre el pueblo y generosas políticas económicas de tipo
paternalístico-redistributivo”[3].
Cuarenta años
después, en Argentina, llega al poder Menem, y Ludolfo Paramio define su
gobierno, y aquel de Fujimori en Perú, como
“el mejor ejemplo de gobierno populista con políticas económicas neo-liberales”[4].
Es un indicio interesante de la transversalidad de una categoría que puede ser
aplicada a regímenes “de izquierda” y “de derecha”, a partidos de gobierno y a
movimientos de oposición,
2. En este artículo afrontaré el
tema del populismo desde un enfoque estrictamente teórico. Me interesa indagar
el concepto de populismo, en el
sentido más general, y sus relaciones con el concepto de democracia.
En este sentido, es posible
sostener que el populismo no es un fenómeno nuevo. La palabra es nueva, pero el
concepto es antiguo y es muy similar a la de una degeneración de la democracia
que los antiguos conocían muy bien y llamaban “demagogia”. Una definición muy
interesante de democracia demagógica se encuentra en la Política de Aristóteles:
Otra forma de democracia es aquella donde […] el pueblo es soberano y no la ley. Esto se produce cuando los decretos [de la asamblea popular] u otros [cualesquiera] son soberanos, no la ley. Lo cual sucede por causa de los demagogos. Porque en los regímenes democráticos de acuerdo con la ley, no existen demagogos, sino que los ciudadanos mejores están en los primeros puestos. Donde, empero, las leyes no son soberanas, ahí brotan los demagogos. El pueblo es entonces un monarca compuesto de muchos [miembros], porque son muchos con el poder en las manos, no como individuos sino colectivamente… De todas maneras, el pueblo, como si fuera un monarca, trata de gobernar monárquicamente al no sujetarse a la ley, y se convierte en un déspota, al paso que los aduladores son honorificados. Una democracia [de] esta [naturaleza] es análoga a la tiranía entre las monarquías[5].
La primera característica de la democracia demagógica es su desprecio por las leyes. Aristóteles distingue una forma de democracia en la cual el poder es ejercido por todos los ciudadanos, pero en la que el pueblo respeta las leyes y otra forma —la democracia demagógica— en la cual “el pueblo es soberano, no la ley”.
Aristóteles habla del pueblo que se comporta como un déspota. “Esto se produce cuando los decretos [de la asamblea popular] u otros [cualesquiera] son soberanos, no la ley”. Para entender este paso, tenemos que saber que en la democracia del IV siglo, reformada después del golpe del 404 a. C., la asamblea [ekklesia] tenía el poder de aprobar decretos [psephismata], pero no leyes generales y abstractas [nomoi]. El poder de hacer las leyes se confiaba a uno colegio especial de magistrados [nomothetai], elegidos por sorteo. En este sistema regía también el principio de la prioridad de las leyes sobre los decretos. Si la asamblea expedía un decreto contrario a la ley, cualquier ciudadano podía interponer una acción pública, llamada graphé paranomos, y el tribunal podía anular el decreto y castigar a la persona que lo había propuesto. La democracia “radical” descrita por Aristóteles se caracteriza, en cambio, por la supremacía de los decretos sobre las leyes[6].
Hoy la diferencia fundamental se
establece entre democracia populista y democracia constitucional. En esta
segunda forma de democracia, el pueblo es soberano pero en los límites y en las
formas previstas por la Constitución. El populismo —como ya se sabe— nace conjuntamente con la
democracia. Sin embargo, la concepción populista de la democracia es
fundamentalista porque no toma en cuenta el cambio radical que se ha registrado
en Europa en la segunda posguerra mundial, cuando se consolidó el Estado
constitucional de derecho.
La democracia constitucional es un régimen en el que el pueblo gobierna a través de sus representantes, pero no puede transformar en ley cualquier su voluntad. En una democracia constitucional, el parlamento y el gobierno encuentran vínculos no solo formales sino también sustanciales: hay una “esfera de lo indecidible” sustraída a la disponibilidad de las mayorías democráticamente elegidas, que tienen que asumir decisiones coherentes con los principios constitucionales[7]. En cambio, la idea básica de la concepción populista de la democracia es que el pueblo tiene siempre razón y tiene que tener siempre la última palabra.
Más en general, el populismo
rechaza todas las mediaciones típicas de la democracia representativa e implica
una actitud hostil hacia los contrapoderes que en una democracia constitucional
limitan y contrapesan el poder del pueblo: los jueces, la prensa libre, las
autoridades independientes no electivas, etc.
3. Este es un primer aspecto. Hay
un segundo elemento: el pueblo —dice Aristóteles— gobierna como un “todo”: “El pueblo es entonces un monarca compuesto de muchos
[miembros], porque son muchos con el poder en las manos, no como individuos
sino colectivamente”.
Para explicar qué significa que
el demos gobierna “como un todo”, Aristóteles cita un paso de Ilíada, donde Ulises toma una postura en contra de “la
autoridad de los muchos”[8]. El filósofo griego comenta que no
está claro “cuál multiplicidad de jefes considera Homero que no es buena”, si la que es típica de la democracia
demagógica o aquella en la cual “muchas personas comandan,
consideradas individualmente”. Para
entender este pasaje, hay que
partir de la narración del episodio
de histeria colectiva anterior a
la intervención de Ulises.
Influenciado por las palabras de Agamenón,
que sugiere la posibilidad de un regreso
inminente, los guerreros
aqueos llamados a la reunión se
transforman en una multitud descompuesta y estridente, corriendo frenéticamente hacia las naves, preocupados solo
para navegar lo más pronto posible. Para
que finalmente la razón prevalezca es necesario que Ulises
detenga los líderes, uno por uno, y “con buenas palabras” los convenza, logrando de una manera
mucho más enérgica poner en marcha a los soldatos.
La gente que aclama al demagogo
—Aristóteles parece estar diciendo— se asemeja a esa turba. No es la suma de muchas cabezas pensantes,
como el consejo de los aristoi que Agamenón había reunido antes de convocar a la asamblea, sino una masa
compacta, que se mueve al unísono, reaccionando a estímulos elementales. Una entidad que se asemeja mucho a la imagen platónica de
la bestia caprichosa, que no se
puede convencer a través de argumentos
(como a los jefes aqueos singularmente considerados), sino solo
intentar domarlo o adomesticarlo[9].
Las consideraciones de Aristóteles se pueden extender a la concepción populista del “pueblo”. El populista —como el demagogo— apela al pueblo como si fuera un sujeto colectivo, que habla con una sola voz y expresa una única voluntad. Los conflictos de intereses entre los diferentes grupos sociales, aunque también las diferencias de opiniones, ideales, proyectos políticos, desaparecen en una perspectiva similar. La distinción entre derecha e izquierda pierde relevancia. La única distinción que sigue contando es aquella entre el pueblo, entendido como una comunidad a la que pertenecen las personas ordinarias y comúnes, y los miembros del estabilishment político, económico, cultural, concebido como un poder opaco e inaccesible, no sujeto al control de la gente común. El pueblo, ni qué decir, es bueno: trabaja, produce, se ensucia las manos. Las élites son corruptas, parasitarias, improductivas. Constituyen una casta privilegiada y distante. Esta forma de maniqueísmo —el bien, por una parte, y el mal por la otra— que no distingue entre la derecha y la izquierda, entre las instituciones gubernamentales y las de garantía, es un ingrediente típico de todas las formas de populismo.
En realidad, el pueblo de los populistas, que a menudo es representado como una comunidad étnica o nacional, no incluye necesariamente a todos aquellos que habitan y trabajan en la misma región, o a todos los que pertenecen a la parte más humilde de la población. Se trata de una comunidad que no tiene nada de natural y que es “construida” mediante la remoción y expulsión de los que están en desacuerdo o que bien aparecen como “cuerpos extraños”: las minorías, los inmigrantes, los “diferentes”. Como ha escrito Ernesto Laclau: “Para obtener el “pueblo” del populismo […], necesitamos una plebs que reclame ser el único populus legítimo —es decir, una parcialidad que pretende convertirse en la totalidad de la comunidad—”[10].
4. Sin embargo, el populismo
implica algo más, como resulta también de la cita de Aristóteles: la identificación del pueblo
con un líder.
El demagogo era el orador experto
en la arte de convencer y manipular el pueblo reunido en la asamblea. Los demagogos, dice Aristóteles, “pueden llegar a ser de gran
alcance porque el
pueblo es dueño
de todo y ellos son dueños de
la opinión del pueblo, que les obedece”[11].
Si, en el plano
institucional, la democracia
demagógica se caracteriza por la ausencia de límites legales a las decisiones de la asamblea, en los
planos social y cultural presupone un pueblo que se deja encantar y
seducir por un líder.
El demos,
dueño de todo, no es dueño de sí mismo y está
a merced de algún tipo de
“psychagogue”,
que penetra en las profundidades de
las conciencias para entrenarlas y guiarlas “desde dentro”[12]. Aristóteles no podría haber sido
más eficaz en describir la relación entre el pueblo y su líder, en la democracia demagógica.
Hoy los líderes populistas se
presentan como los únicos y auténticos representantes del pueblo y rechazan
todo tipo de mediación y filtro entre ellos y el pueblo. Esto implica un
rechazo de la forma de partido típica del XX siglo. Es significativo que,
cuando se presentan a las elecciones, las formaciones políticas populistas
prefieren no llamarse “partido” sino “movimiento”, “liga”, “frente”, “bloque”,
etc. Algunos ejemplos son: el Front National en Francia, el Vlaams
Blok en Bélgica, la Lega Nord en Italia y el Popolo della libertà
(Pueblo de la libertad), última denominación del partido personal de Silvio
Berlusconi.
En cada caso, también cuando no
renuncian a llamarse o a autorrepresentarse como partidos políticos, las fuerzas
populistas están muy lejos del modelo clásico del partido de masa del siglo XX.
Se trata de partidos eminentemente personales, que nacen —o renacen, como en el caso de la
FPÖ de Haider— en torno a un líder carismático que se presenta como el único y
auténtico intérprete de la voluntad del pueblo y que, en ocasiones, apela
directamente al pueblo, suplantando las juntas directivas del propio partido.
¿Que habría sido, o sería, del
peronismo sin Perón, del poujadismo sin Poujade, del chavismo sin Chávez, o del
Front National sin Le Pen, la Lega Nord sin Bossi, del Popolo
della libertà sin Silvio Berlusconi? Y la lista podría ser todavía más
larga…
Más en general, el rechazo de
cualquier mediación entre líder y pueblo implica (i) intolerancia hacia el
parlamento y al parlamentarismo, con sus dilaciones, sus indecisiones, su
vocación al diálogo y al compromiso; y (ii) la revalorización de instituciones típicas de la
democracia directa, como el referéndum.
Lo que es importante subrayar es
el nexo que existe entre la concepción organicista del pueblo —nuestro segundo punto— y la tendencia a la
personalización de la política. El líder no representa
sino que encarna a su pueblo, y puede
hacerlo porque el pueblo es un sujeto colectivo que tiene una sola voluntad y
habla con una sola voz.
La tendencia a la
presidencialización de la política que caracteriza nuestro tiempo, también en regímenes formalmente
parlamentarios, ofrece por supuesto el marco institucional ideal para que se
afirmen y se consoliden líderes y partidos de este tipo[13].
5. En el plano de la
comunicación pública, el rasgo fundamental del populismo es la tendencia a
simplificar el mensaje, tanto desde el punto de vista del contenido como desde
el lenguaje. Refiriéndose a Cleón, el demagogo por excelencia de la literatura griega, Aristóteles escribe que
“fue el primero que en la tribuna dio gritos e insultó, y se ciñó para
hablar, mientras que los demás habían hablado con decoro”[14].
El
líder populista se presenta como “uno del pueblo” que habla su jerga. A veces
el líder efectivamente tiene orígenes “populares”. Otras veces no. Sin embargo,
el líder populista no renuncia a simpatizar con la gente común y a presentarse
como su paladín, incluso cuando su Biografía no tiene nada de ordinario: el
hombre más rico de Italia que se presenta como “el presidente obrero”
(Berlusconi); Ross Perot que instiga a la multitud contra el presidente
Clinton, porque no paga el alquiler de la Casa Blanca. Como ha escrito
Pierre-André Tagueff, se puede hablar, en este caso, de “un nuevo híbrido: el
tribuno proletario-millonario”[15].
Este
fenómeno es interesante. Es natural preguntarse: ¿cómo es posible que los
pobres elijan como su representante a un multimillonario? ¿Cómo es posible un
obrero que vota a Berlusconi o un blanco pobre del sur de los Estados Unidos
que se opone a la reforma sanitaria de Obama?
El
fenómeno de aquellos que “desean contra sus propios intereses” ha sido
estudiado por la corriente de investigación denominada Subaltern studies. Gayatri
Chakravorty Spivak ha reflexionado,
en particular, sobre el caso de los campesinos y de los subproletarios que en
la Francia de 1848 votaban a Luis Bonaparte. El problema es: ¿cómo es posible que
estos sujetos hayan elegido como su representante a Luis Napoleón?[16]
Para
responder, tenemos que distinguir dos distintas concepciones de la
representación. En
un primer sentido, representar significa obrar “en nombre y por cuenta” de
otro. El representante es quien formalmente ha sido autorizado para hablar en
nombre de otros. El representante, en esta acepción, puede ser un delegado que
debe respetar estrictamente las instrucciones de los que lo han elegido, o bien
un fideicomisario, libre de vínculos de mandato.
En un segundo sentido,
representar puede significar “re-presentar”, reproducir o reflejar una cierta
realidad. El representante, en este sentido, “está en el
lugar de” otro o algo, con base en una relación de parecido, o bien de un nexo
de tipo simbólico. El primero es el caso de un parlamento elegido con un
sistema electoral proporcional, que refleja la multiplicidad de las ideas
políticas del electorado proporcionalmente (este es el modelo de la representación-espejo).
Pero también hay un segundo caso: el caso de una bandera o de un himno (o de un
jefe de Estado) que “representa” (en sentido simbólico) la unidad de la nación.
Este tipo de representación no se basa en la semejanza entre representante y
representados sino en un nexo de tipo emocional entre unos y otros. “Dado que
el nexo entre el símbolo y su referente se muestra como arbitrario y existe
solo en la medida en que se cree en él —sostiene
Hanna Pitkin—, la representación simbólica
se basa en respuestas de tipo psicológico emotivas, afectivas, irracionales,
antes que sobre criterios racionalmente justificables”[17].
Volvamos
a nuestra pregunta: ¿en qué sentido se puede sostener que Luis Napoleón “representa” a los
campesinos? Lo que es cierto es que no puede ser considerado un simple portavoz
de los intereses de los campesinos. Esta, al menos, es la interpretación de
Karl Marx (en el Dieciocho de brumario), por la cual “los dos Napoleones
son defensores del mundo agrario sólo en las ilusiones de los campesinos”; Napoleón
III “es aparentemente el hombre de los campesinos; en realidad, es el hombre de
la aristocracia financiera”[18]. En Bonaparte los
campesinos no buscan —y no encuentran— un espejo fiel que refleje sus imágenes. Lo que buscan —y lo que logran— es un espejo deformante, que
transfigura su podredumbre en grandeur,
su vida difícil en las promesas de renovación de los fastos imperiales o en
aquella, más prosaica, de tener suerte en la lotería.
Creo
que este mecanismo —muy bien descrito por Marx— se presenta nuevamente también hoy en día. Sabemos que Berlusconi ha
sido votado por mucha gente pobre, de bajo nivel de instrucción, que ha
proyectado en él sus sueños y deseos irrealizables[19].
6.
En conclusión, el fenómeno del populismo —en el
sentido amplio— puede ser analizado desde
dos enfoques.
Desde
un enfoque jurídico e institucional, se pueden analizar las reglas y los
procedimientos que favorecen las degeneraciones populistas. El populismo se
funda en una identificación del pueblo con un líder. Es favorecido por sistemas
electorales mayoritarios con circunscripciones uninominales y por sistemas
presidencialistas donde la lucha política se transforma en un duelo entre
personalidades y la confrontación de ideas y programas pasa a un segundo plano.
El populismo es favorecido también por la ausencia de límites constitucionales
a la voluntad de la mayoría.
El populismo es un fenómeno que
también tiene raíces sociales y culturales. Plantea el problema de la formación
de los ciudadanos, que a menudo se muestran incapaces de elecciones autónomas. Cuando
el pueblo francés elige presidente a Luis Bonaparte, en 1848, Proudhon escribe,
entre sorprendido e indignado: “El pueblo ha hablado como un borracho”[20].
Su ira es comprensible: las elecciones de la primavera de
1848 son las primeras con sufragio universal masculino directo de la historia
europea. A pesar que el sufragio universal fue el resultado de una
revolución llevada a cabo por los
socialistas y republicanos, los ciudadanos recompensan las fuerzas conservadoras y reaccionarias. Y todos conocen la continuación
de esta historia…
Se plantea entonces el problema
de la formación de los ciudadanos. En uno de sus libros de mayor fortuna, El futuro de la democracia, Norberto
Bobbio ha analizado seis “promesas no mantenidas” por la democracia. Una de
éstas es la promesa de un ciudadano “educado” frente a la desastrosa realidad
del ciudadano apático (esto es, del
no-ciudadano) y, todavía peor, del ciudadano corrupto, dispuesto a “vender” su voto al mejor postor. Otra
figura, que nos interesa, es aquella del ciudadano “ingenuo” que no hace uso de
su razón y se deja seducir por las promesas de los demagogos, que encantan y
halagan al pueblo, estimulando sus instintos más primitivos.
Hay en la literatura griega una
hermosa página sobre esto, en el Gorgias de
Platón, en la cual Sócrates imagina qué ocurriría si un medico y un pastelero tuvieran que ser
juzgados por un jurado de niños. Los niños —prevé
Sócrates— condenarán el médico, porque les suministra
medicinas amargas (a pesar de ser útiles) y absolverán al pastelero[21].
Creo que es una página que habla también de
nuestro tiempo…
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[1] Sobre el populismo en Rusia, cfr. F. Venturi, Il populismo russo, Einaudi, Torino 1952; sobre el populismo americano, L. Goodwyn, Democratic Promise. The Populist Movement in America, Oxford University Press, New York 1976 y W. F. Holmes, (edt.), American Populism, Lexington 1994. Para una visión general sobre el populismo, cfr. M. Canovan, Populism, Harcourt Brace Janovich, New-York-London 1981.[2] P.A. Tagueff, L’illusione populista, Bruno Mondadori, Milano 2003, pp. 60-62.
[3] A. Mastropaolo (2009), Democrazia e populismo, in La democrazia in nove lezioni, a cura di M. Bovero e V. Pazé, Laterza, Roma-Bari 2010, p. 68.
[4] L. Paramio, Izquierda y populismo, “Nexos”, marzo 2006, p. 23.
[5] Aristóteles, Politica 1292 a.
[6] M. H. Hansen, La democrazia ateniese nel IV secolo a. C., a cura di A. Maffi, LED, Milano 2003, cap. 7.
[7] Sobre el paradigma de la democracia constitucional, cfr. L. Ferrajoli, Los fundamentos de los derechos fundamentales, Trotta, Madrid, 2001 e Id., Principia iuris. Teoría del derecho y de la democracia, Trotta, Madrid 2011.
[8] Iliade II, 204.
[9] Cfr. Platón, Repubblica, 493 a.
[10] E. Laclau, On Populist Reason, Verso, London-New York 2005 [trad. cast. La razón populista, FCE, México 2006].
[11] Politica 1292 a 25. La cursiva es mía.
[12] El termino psychagogue es utilizado por Remo Bodei para referirse a la figura del meneur des foules en Le Bon. Cfr. Destini personali. L’età della colonizzazione delle coscienze, Feltrinelli, Milano 2002, p. 205.
[13] Por “presidencialización” entiendo la tendencia, incluso en los regímenes formalmente parlamentarios, a elegir directamente a la cabeza del gobierno y mover el centro de gravedad del poder de decisión del Parlamento al gobierno. Cfr T. Poguntke, P.D. Webb, The Presidentialization of Politics. A Comparative Study of Modern Democracies, Oxford University Prerss, Oxford 2005. M. Bovero ha hablado, en este sentido, del deslizarse de las democracias hacia formas de “autocracia electiva” (Una gramática de la democracia. Contra el gobierno de los peores, Trotta, Madrid 2002).
[14] Aristóteles, Costituzione degli Ateniesi XXVIII, 3 (trad. de A. Tovar, La Constitución de Atenas, Instituto de Estudios Políticos, Madrid 1948, p. 117).
[15] P.A. Tagueff, L’illusione populista, cit., p. 136.
[16] G.C. Spivak, Can the Subaltern Speak?, en Marxism and the Interpretation of Culture, a cargo de L. Grossberg, C. Nelson, University of Illinois Press, Urbana 1988, pp. 275-79.
[17] H. F. Pitkin, The Concept of Representation, University of California Press, Berkeley-Los Angeles-London 1972, p. 100 [trad. cast. El concepto de representación, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid 1985, p. 110].
[18] M. Rubel, Karl Marx devant le bonapartisme, Mouton, Paris-La Haye 1960, p. 477.
[19] Me concentré más exhaustivamente en este problema en V. Pazé, En nombre del pueblo. El problema democrático, en curso de publicacion en en la editorial española Marcial Pons.
[20] Cit. en P. Rosanvallon, La rivoluzione dell’uguaglianza (1992), Anabasi, Milano 1994, p. 309.
[21] Platón, Gorg. 521b4.