Sin embargo, la crisis de la
ley no era más que la expresión de una crisis más profunda que yacía en el
positivismo jurídico, sobre el cual se fundamentó la ley desde sus orígenes.
Por eso, renace el ius naturalismo fundado directamente en los valores de la
justicia, pero ya no en abstracto, sino a partir de la protección de la persona
humana y su dignidad, como finalidades propias de una nueva sociedad y Estado
democráticos.
En ese escenario se desarrolla
un doble proceso de transformación del viejo Derecho basado en ley; por un
lado, se inicia la progresiva constitucionalización del Derecho, y,
posteriormente, la convencionalización del Derecho. Ambos procesos estarán basados
en la defensa de los derechos humanos frente a las violaciones del Estado y los
particulares. Pero no actúan de forma paralela, sino que la tutela convencional
a través del Sistema Interamericano de Derechos Humanos se modela como subsidiaria
a la que ofrece la jurisdicción nacional, ya sea tanto del Poder Judicial y/o
del Tribunal Constitucional.
La protección multinivel de
los derechos humanos, a nivel nacional e internacional, no es ni ha sido un
proceso ascendente y triunfal, pero ha podido asentarse en función de los desarrollos
internacionales y regionales con la democratización de la sociedad y del
Estado. Sobre esta —no siempre estable— base se ha iniciado el fenómeno de la
internacionalización del Derecho Constitucional, así como el proceso de constitucionalización
del Derecho Internacional de los Derechos Humanos.
El cross fertilization entre ambas fuentes del derecho ha sido muy
fecundo para la mejora de la tutela de los derechos humanos; ello por cuanto ha
permitido no solo fortalecer la cobertura de los clásicos derechos civiles y extenderla
a los derechos políticos, sino también focalizarse en la protección de grupos
vulnerables y poner incluso las primeras decisiones en materia de derechos
económicos - sociales. Lo cual ha requerido que la Corte Interamericana de
Derechos Humanos evolucione de sus primeras posiciones teñidas de un
positivismo reproductor de la norma convencional al caso —durante las primeras
dos décadas de su funcionamiento—, hacia una argumentación convencional
integradora y expansiva en la protección de los derechos humanos, a partir del
siglo XXI.
En ese sentido, el curso
histórico del Estado peruano desde finales de los gobiernos militares ha ido
abriéndose lentamente a la jurisprudencia y la doctrina internacional de los
derechos humanos. Incluso, a pesar del recodo que significó el retiro del Perú
de la competencia contenciosa de la Corte Interamericana, durante la época de
las violaciones sistemáticas de los derechos humanos en el gobierno de
Fujimori, se pudo relanzar dicho proceso a partir de la transición democrática.
Escenario en el cual se restauró la protección de los derechos y libertades,
debido al claro sello jurisdiccional que el Tribunal Constitucional le impuso
no solo en lucha contra la impunidad de los violadores de derechos humanos,
sino también a la lucha contra la corrupción y el narcotráfico.
Pero, lo más significativo
de la labor jurisdiccional del Tribunal Constitucional en esta etapa fue
reconocer interpretativamente: por un lado, la jerarquía constitucional de los
derechos humanos; y, por otro lado, el carácter vinculante de la interpretación
que realice la Corte IDH de los derechos humanos para los tribunales
nacionales. Es cierto que no siempre se ha asumido de forma uniforme el
carácter vinculante de los estándares internacionales en materia de derechos
humanos, pero se ha abierto un diálogo jurisdiccional entre la Corte IDH y el
Tribunal Constitucional, más que con el Poder Judicial.
Ese diálogo se ha potenciado
a partir de la implementación del control de convencionalidad sobre las normas
del Derecho interno, incluidas la Constitución y las leyes, y ya no solo las
resoluciones judiciales que hubieren denegado en última y definitiva instancia
los derechos de las víctimas. Por ello, le corresponde al Estado peruano
promover el debate sobre el proceso de convencionalización del Derecho, dado
que es una forma de realizar el mandato constitucional según el cual la defensa
de la persona humana y el respeto de su dignidad es el fin supremo de la
sociedad y del Estado.
Por su parte, a la Corte IDH
también le corresponde considerar que su legitimidad no se basa solo en la transferencia
de una cuota de soberanía que los Estados le han concedido a partir de
ratificar la Convención Interamericana de Derechos Humanos y sus protocolos;
sino que, en última instancia, dicha legitimidad se pierde o se refuerza por
sus resultados. Esto es mediante el desarrollo de nuevos institutos procesales
y argumentativos, como el uso de los principios específicos de deferencia y
margen de apreciación que emanan del principio general de subsidiariedad, los
mismos que al menos en el Sistema Europeo de Derechos Humanos han permitido un
desarrollo institucional y consensuado de la protección de los derechos
humanos.
En ese sentido, en esta obra
se compendian los trabajos que el autor como constitucionalista ha ido
desarrollando en la última década sobre la materia, en algunos casos con el
apoyo de Natalia Torres y Juan Carlos Díaz, a raíz de comprender que no existe
una respuesta única y excluyente a la pregunta sobre cuál es el mejor sistema
jurídico para proteger los derechos y libertades de la persona humana; sino
que, son ambos sistemas, en unos casos de forma subsidiaria y en otros de forma
complementaria, los que permiten la tutela de los derechos humanos.
Texto tomado de la introducción del libro.
Texto tomado de la introducción del libro.
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