Pedro
P. Grández Castro
Profesor
Ordinario de la Facultad de Derecho de la UNMSM
En un país que no logra estabilizarse
sobre la base de sus instituciones, el último tramo de las campañas electorales
suele ser decisivo. Se trata, por tanto, de elecciones que centran la atención
de los ciudadanos, antes que en los programas e ideas, en los temores y/o en las
emociones del electorado en uno y otro sentido. En un escenario así, la
transparencia, la información de calidad, la verdad y los datos de la historia,
suelen ser desplazados por las campañas de desinformación, los ataques
personales, cuando no las campañas de psicosociales que es otra de las
herencias del régimen de los 90.
Por ello, y a falta de instituciones y, sobre todo, a falta de partidos, una ciudadanía vigilante que ha optado en
ocasiones claves por mantenerse de pie en las principales plazas públicas a lo
largo y ancho del país resulta quizá uno de nuestros mayores logros como país
que quiere vivir en democracia pese a todo.
No es casual, por ello, que los
fujimoristas más duros hayan optado por acatar la receta de algún estratega
del marketing político que ha
recomendado, para este proceso, tomar distancias de aquellas épocas intentando
mostrar un rostro que no traiga a la memoria la verdadera cara del régimen. Por
ello no debe sorprender tampoco el gesto desesperado de la hija de Fujimori
que, en el último minuto del debate previo a las elecciones del domingo próximo,
firmara para las cámaras una suerte de declaración que no hace sino poner de
manifiesto la gravedad moral de su presencia tan relevante en este proceso
electoral: que un candidato tenga que
firmar un documento para comprometerse a respetar el orden democrático o las
decisiones de los jueces que impusieron sentencias ejemplares a los crímenes
que cometió el régimen de su padre, o que prometa que indemnizará a las madres
que fueron violentamente esterilizadas sin su consentimiento durante el mismo
régimen, lo único que muestra es la precariedad moral de su candidatura y la
gravedad institucional que supondría el regreso de su familia al poder.
Foto: peru21.pe |
Foto: peru21.pe |
Políticamente, sin embargo, el
fujimorismo nos ha querido proyectar, desde siempre, la falacia del falso
dilema: consciente de que las elecciones son espacios emotivos, los estrategas del
fujimorismo apelan a la imagen del amigo-enemigo. Los que se pronuncian contra
ellos son terroristas; los que se oponen a su regreso son violentistas,
izquierdistas que han perdido la alegría y la esperanza, seres frustrados que
solo piensan cosas negativas. En contraposición, los fujimoristas y sus
votantes (esta es la imagen que quieren proyectar) son optimistas y alegres,
seres pacíficos a los que lo único que les interesa es el bien y el desarrollo
económico del país: “aquí no hay violencia”, “aquí todo es alegría”, dice el
último de los spots de la campaña que ha inundado los espacios de radio y
televisión a nivel nacional.
En esta imagen maniquea del espejo
fujimorista, desde luego, no cabe la realidad. La verdad es un peligro que hay
que alejar, como se aleja momentáneamente a las verdaderas lideresas del viejo
Fujimorismo que esperan con desasosiego e impaciencia su retorno al ring. Por
ahora se les ha pedido que se abstengan hasta llegar al poder en que saldrán como
lo hará el padre que, como es sabido, se encuentra encarcelado tras un ejemplar
proceso judicial que en su momento reivindicó a un Poder Judicial que también
había caído en la redes del fujimontesinismo de los 90.
Más allá de las
declaraciones para las pantallas, el fujimorismo no ha mostrado, en la práctica,
ningún compromiso serio con la democracia y sus valores, como lo muestra su
propia lista al Congreso que ha colocado en el primer lugar a la hija de uno de
los Generales del régimen de su padre cuyas graves acusaciones penales nunca se
pudieron esclarecer judicialmente porque una sentencia constitucional
interfirió en dicho caso “excluyéndolo” del proceso que lo tenía a punto de
condenar.
“Aquí no hay violencia”… “Aquí todo es
alegría”, suena incesante en la radio. Los violentos son lo que salen a las
calles a manifestar su indignación frente a lo que representa el fujimorismo
para los valores democráticos y la consolidación del Estado democrático en
nuestro país. “Aquí no hay violencia” es también, por ello, una forma de negar la
verdad y la historia de la ultima década del siglo XX. Una verdad que debe
denunciarse y condenarse, no en el último minuto de la desesperación, como lo
hace la candidata del fujimorismo en el debate; sino como una forma de
reivindicar a todas las víctimas, a los miles de campesinos que no encuentran
hasta el día de hoy paz, porque no saben dónde se encuentran enterrados sus
familiares que fueron desaparecidos mientras los servicios de inteligencia y
los militares sometían al país, con la anuencia y todo el respaldo del padre
Fujimori.
“¿Aquí no hay violencia?”, es también
una forma de mentir. Hay que recordarles entonces, una vez más, que fue el del
padre Fujimori el más violento de los regímenes de la última mitad del siglo
XX en el Perú. Ni los regímenes militares de Velazco y Morales han producido
tantas muertes y violaciones a los derechos humanos como las ocurridas en el régimen
de Fujimori.
Como recordó la Comisión de la Verdad
en las conclusiones generales de su Informe Final:
“140. La CVR repudia los crímenes cometidos contra estudiantes, profesores y trabajadores, al margen de su filiación política. Condena especialmente la matanza de más de cien estudiantes, profesores y trabajadores de la Universidad Nacional del Centro (UNCP) a manos de los diferentes actores de la guerra –incluyendo escuadrones de la muerte- enfrentados en un fuego cruzado y confuso . Condena, asimismo, la masacre de ocho estudiantes y un profesor de la Universidad Nacional de Educación “La Cantuta” en julio de 1992 y la posterior amnistía de los perpetradores miembros del escuadrón de la muerte denominado “Colina” en 1995. Señala, a partir de sus investigaciones, que además de las ya mencionadas, las universidades de San Cristóbal de Huamanga, Hermilio Valdizán de Huánuco, Callao, Huacho y San Marcos, entre otras, resultaron afectadas por la estrategia contrasubversiva de detenciones-desapariciones y destrucción de infraestructura y, durante el régimen autoritario de la década de 1990, por la instalación de bases militares en los campus universitarios.”
Hallazgo de las fosas de Cieneguilla, donde el grupo Colina intentó ocultar los cuerpos de nueve estudiantes y un profesor de la Universidad Enrique Guzmán y Valle (La Cantuta). Foto: El Comercio |
El fujimorismo está marcado por la
violencia, también de su discurso, que solo ve amigos y enemigos, los buenos y los
malos, terroristas y pacifistas, y en esta torpe dicotomía, los peruanos de bien
que rechazamos la violencia y las mentiras parece que no tenemos espacio, desde
luego.
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