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25 de noviembre de 2014

PRESENTACIÓN | "Un debate sobre principios constitucionales"

Por:  Pedro Grández Castro
Profesor de Derecho Constitucional y Argumentación Jurídica
Universidad Nacional Mayor de San Marcos y Pontificia Universidad Católica del Perú

En este volumen se recoge un diálogo fundamental para la comprensión cabal de la normatividad del Estado Constitucional contemporáneo. Como sabemos, si hay un signo externo o, si se prefiere, visible en los textos constitucionales, este es que sus normas no tienen mucho parecido con las reglas, que por lo general son más precisas y taxativas (característica propia de los códigos y las leyes ordinarias). De este modo, se suele afirmar, que en las constituciones contemporáneas se recogen los valores y principios que enmarcan el ordenamiento jurídico en su conjunto.

No obstante, si avanzamos un poco más en detalle sobre la caracterización de las normas que recogen las constituciones, esta imagen puede resultar demasiado primariosa o elemental. En efecto, si asumimos que se trata de las normas más importantes o de mayor relevancia del sistema de fuentes del Estado Constitucional, mal haríamos al sostener que se trata solo de principios y valores que ponen “el marco” al sistema de fuentes. 

Esto no solo porque también es hoy un tópico compartido la afirmación según la cual las Constituciones contienen normas directamente aplicables y, por tanto, capaces de imponerse como tales frente a cualquier tipo de incompatibilidad con el resto de fuentes del sistema jurídico; sino además, porque si algo caracteriza a las Constituciones de nuestro tiempo es, precisamente, su vocación de convertirse en límites infranqueables al poder, venga del orden público o de los poderes fácticos del mercado, los lobbies, la iglesia o los grupos de poder. En consecuencia, detrás de la discusión sobre la estructura de las normas constituciones no está solo su caracterización como normas más genéricas o que solo constituyen el marco de actuación de los poderes constituidos y/o dispersos de la sociedad en su conjunto; sino sobre todo, su capacidad de actuar y concretarse como verdaderas normas capaces de poner ese límite y constituirse como auténticas normas vinculantes.

Esta es precisamente la premisa que, creo, comparten los profesores Luigi Ferrajoli y Juan Ruiz Manero de este exquisito debate sobre los principios constitucionales. En ambos, en efecto, las Constituciones son (deben ser) asumidas como la norma capaz de convertirse en parámetro de validez del resto del Derecho que emana de las distintas fuentes (incluso de aquellas fuentes extra estatales como los contratos privados basados en la otrora sagrada “autonomía de la voluntad”). No obstante este inicial acuerdo empieza a diluirse en cuanto las normas constitucionales inician su recorrido hacia su concretización. Aparecen así en este debate dos concepciones sobre los derechos, sobre los límites a los derechos, incluso dos actitudes: una quizá más porfiada y conforme con el estilo de los principios, otra más precavida o desconfiada sobre las zonas de discrecionalidad judicial que cree se incrementan sin controles en un mundo de los principios, filósofos y jueces que actuarían inventando principios ad infinitum.

Filósofos y juristas discuten, desde hace un buen tiempo, sobre la diferente naturaleza fisiológica de las reglas y los principios. Pero esa discusión, iniciada con el memorable articulo de Dworkin, ha adquirido ahora una nueva dimensión sobre las concepciones de Constitución y sus contenidos y se ha prolongado sobre los estilos y modelos de prácticas judiciales a la hora de concretar el modelo constitucional de los derechos en un determinado contexto. Precisamente, el debate entre los Profesores Luigi Ferrajoli y Juan Ruiz Manero se ubica en este contexto: asumir hasta sus últimas consecuencias el debate en torno a la distinción, si cualitativa o solo de “estilo de redacción”, entre reglas y principios.

Aun cuando no puedo comprometerme con una metodología descriptiva sobre enunciados acerca de los principios en el Derecho Constitucional —inevitablemente comprometidos con la política, la justicia y la moral— quizá como ninguna otra especialidad del Derecho, trataré en esta breve presentación de recoger algunos de los elementos centrales del diálogo de estos dos grandes juristas que han puesto en evidencia, no solo la necesidad de reexaminar constantemente nuestras convicciones sobre algunos postulados jurídicos, con frecuencia tomados muy a la ligera por juristas y prácticos del Derecho, a partir de su popularidad o repetición acrítica en un determinado contexto; sino también, asumir algunas de las precauciones de las que nos advierten ambos juristas a la hora de admitir los logros del debate: la respuesta más razonable no aparece en las tesis sino en la síntesis y esa es quizá la virtud de todo diálogo racional cuando es asumido en serio y respetando algunas pautas básicas de la discusión crítica, como en efecto ha ocurrido en esta oportunidad. 

Creo que el diálogo ha permitido claridad y acuerdos sobre los aspectos centrales respecto de los cuales ambos autores disienten, por otro lado, ha permitido también un acercamiento, quizá el único posible dadas las premisas conceptuales de ambos, respecto de la necesidad de que la disociación inicial entre principios y reglas, necesaria en el debate contra el positivismo emprendida por los no positivistas desde Dworkin, hoy sin embargo, (esta sería admito, una lectura principialista) carente de propósito, en la medida que una cabal comprensión del sistema jurídico, requiere tanto de las reglas como de los principios actuando no de forma separada sino conjunta y permanente, pues un modelo puro de reglas sería un sistema sin justificación moral racional, mientras que un sistema puro de principios sería un sistema abierto a la anarquía de los intérpretes[1]. Veamos primero los términos de los acuerdos sobre el disenso.

a) Acuerdos sobre los desacuerdos.

En primer lugar, este debate ha permitido que ambos contendientes admitan que uno de los puntos neurálgicos a la hora de identificar las diferencias entre lo que ambos han convenido en llamar constitucionalismo principialista o argumentativo frente a lo que también ambos reconocen como constitucionalismo garantista o positivista; se ubica en la descripción o identificación fisonómica de las normas constitucionales: para los primeros una distinción entre reglas y principios en su estructura, dejando la denominación de principios en sentido estricto para la mayor parte de los derechos fundamentales que se recogen en la Constitución. Ferrajoli en cambio ha propuesto como una distinción “mucho más estructural” no tanto la que existe entre reglas y principios, sino más bien entre principios regulativos (en los que convergen reglas y principios y por tanto la regulación de los derechos fundamentales) y principios directivos o directrices (policies) en la denominación originaria de Dworkin.

Mientras en la distinción estándar de Atienza y Ruiz Manero (aunque también en sentido muy similar Alexy y Zagrebelsky), la distinción entre Regla y Principio se ubica fundamentalmente en la distinta configuración del predicado fáctico, esto es, de la parte descriptiva del enunciado normativo: indeterminado en el caso de los principios, más preciso y en consecuencia “aplicable” sin necesidad de ponderaciones, para el caso de las reglas; en Ferrajoli no hay más que una diferencia de estilo y, en consecuencia, tanto reglas como principios son configurables respecto de “su observancia o de su violación”, por lo que para ambos casos resulta aplicable el concepto de Regla. Las directrices en cambio se diferencian de las reglas en la medida que en cuanto normas, “no son configurables actuaciones o violaciones específicas consistentes en comportamientos determinados”[2]

En segundo lugar, los desacuerdos también se ubican en la diferente actitud sobre la indeterminación de los principios. En verdad este parece ser un desacuerdo genuino que ambos, no obstante admiten, y que solo puede ser validado con las diferentes bases conceptuales o teóricas que albergan sus respectivas actitudes. Para Ruiz Manero, la indeterminación de los principios es el precio del pluralismo de la sociedad del Estado Constitucional, la necesidad de perdurabilidad e incluso podríamos decir, la mayor cobertura y proyección de los derechos que, de este modo, al no venir delimitados en abstracto, dejan abierta la posibilidad de que sean los “vivos” y no los “muertos”, quienes dirijan la vida constitucional del futuro. De este modo, la actitud del profesor de Alicante, frente a la imprecisión de los principios podríamos decir que es, en cierto sentido, de resignación pero también de esperanza y optimismo. Ferrajoli en cambio ve en los principios solo una variante de las reglas en la que cuando se trata de los derechos fundamentales destaca en todo caso su “énfasis retórico” y su “indudable relevancia política”, pero más allá de ello, cualquier contraposición con las reglas, pondría en riesgo el carácter normativo de los mismos dejando en manos de filósofos, jueces y legisladores, la delimitación del contenido normativo de las constituciones, por lo que los principios concebidos como normas no aplicables sino como objetos de ponderación, constituyen en verdad un peligro para la vigencia y efectividad de los derechos que deben asumirse como reglas absolutas.

Como corolario de lo anterior o quizá más bien como premisa, este debate también ha puesto en evidencia y, en consecuencia, ha permitido esclarecer que, en el centro de las disputas aparecen dos conceptos teóricos de norma y de ponderación diferentes. Norma es para Ferrajoli todo enunciado del que se pueda desprender obligaciones o prohibiciones, esto es, enunciados a los que cabe imputar consecuencias puntuales o de las que “cabe configurar los actos que son su observancia o su inobservancia”. Aun cuando se trata de concepto amplio y general que no es fácil de reconstruir para su análisis más exhaustivo, se podría, espero sin equivocarme, afirmar que Ferrajoli construye el concepto de norma o más precisamente de regla deóntica, a partir de sus posibilidades de concreción en el mundo fáctico como “comportamientos determinados o indeterminados”, de los que se puede extraer (siempre en el mundo fáctico) conclusiones sobre su “cumplimiento o incumplimiento”. De ahí que los derechos fundamentales son reglas, puesto que los comportamientos prohibidos o las obligaciones que imponen los derechos, se configuran en el mundo fáctico como posibles de ser identificados “frente a sus violaciones” como auténticas reglas. Este concepto de norma sería, por decir lo menos, incompleto para la teoría principialista, puesto que la estructura de toda norma puede ubicar problemas de indeterminación tanto en la descripción del mundo fáctico como en la interpretación/comprensión del contenido de la prescripción o de la calificación jurídica. En consecuencia, los problemas estructurales de las normas pueden contener indeterminaciones en ambos lados y, dependiendo de donde se ubique tales indeterminaciones tendremos un cuadro, como lo presentan Atienza y Juan Ruiz Manero, en el que aparecen normas con el mayor grado de precisión en la descripción del mundo y la configuración jurídica (regla de acción); normas con precisión en la descripción y con cierto nivel de imprecisión en la configuración de la prescripción normativa (Reglas de fin); normas con indeterminación en la descripción del mundo fáctico pero con claridad o precisión en la prescripción normativa (principio en sentido estricto) y; finalmente, normas con indeterminación tanto en la descripción del mundo como en la prescripción respecto de la obligación normativa o la prohibición que intenta proyectar (directriz).

Esto explica, por otro lado, un concepto también diferente de ponderación en ambos autores. Mientras en los autores principialistas la ponderación se presenta como una operación intelectual en la que interactúan hechos y valoraciones sobre principios y/o valores, una optimización fáctica y moral y/o jurídica como lo presenta Alexy por ejemplo; en Ferrajoli en cambio, la ponderación, si hay que por lo menos describirla, consiste en una operación que solo operaría en el mundo de los hechos. Para el Profesor Italiano en efecto, “objeto de ponderación no son ya los principios, es decir, las normas en las que estos son formuladas y que siguen siendo siempre las mismas, sino las circunstancias o propiedades adicionales de los hechos previstos por aquellas, hechos que son, por el contrario, siempre diferentes porque singulares e irrepetibles[3]”.

Esta separación tajante entre mundo fáctico y mundo de los valores en que consiste el Derecho desde la visión ferrajoliana, parece no obstante en este punto, una proyección de creencias o convicciones que por muy arraigadas y consecuentes que fueran respecto de determinada tradición de pensamiento, resultan, sin embargo, difíciles de corresponderse con lo que realmente ocurre en la práctica jurídica y, especialmente en la práctica judicial[4]. Habría que preguntarnos cuán comprometido se encuentra este concepto claramente normativo y no descriptivo de ponderación que propone Ferrajoli, con su escepticismo respecto de las ponderaciones judiciales, con las precauciones de las que nos alerta sobre el uso excesivo de la ponderación a la que nos termina conduciendo, al parecer, de manera inevitable la práctica judicial del principialismo y, sobre todo, de su aversión y denuncia a la posibilidad de que los jueces puedan crear normas a través de estas ponderaciones, desvinculándose de este modo con su propuesta, también normativa y no descriptiva, de estricta vinculación al legislador: “En cualquier caso, escribe Ferrajoli, la ponderación es un término infeliz y distorsionador: porque transforma la aplicación de la ley en una aplicación desvinculada de esta, o porque se usa con un significado demasiado extenso, hasta el punto de designar cualquier tipo de razonamiento jurídico y de interpretación sistemática”[5].

b) Coincidencias y concordia.

El debate muestra, de este modo, algunos puntos que resultan claramente irreconciliables aun cuando el talante y buenas formas de ambos contendientes trate por todos los medios de ubicar puntos de concordia, no obstante, en cuanto se abre un nuevo capítulo o tema en el debate, surgen de inmediato, como correlato de tesis previas, las diferencias y distinta proyección de resultados de ambos planteamientos. Hay sin embargo un punto de convergencia que me parece digno de resaltar en esta presentación. Al final la separación entre reglas y principios con diferentes contenidos en ambos autores, pueden y deben actuar en forma coadyuvante en la argumentación jurídica. De este modo, la separación fuerte o cualitativa entre reglas y principios, también para el principialismo habría ya cumplido su finalidad pedagógica y de esclarecimiento en el debate contra el positivismo que en sus inicios se mostraba renuente a aceptar la capacidad deóntica de los principios. No es una concesión del principialismo el reconocer que los principios y las reglas interactúan en forma permanente en la dinámica de los sistemas jurídicos. En cambio, debe reconocerse que el positivismo ha debido ingresar, necesariamente, en el debate sobre la distinción entre reglas y principios, aun cuando para desconocer su relevancia.

Así, mientras Ferrajoli encuentra que las reglas también son “opacas” respecto de los valores ético-políticos que reconoce en los principios; estos en cambio se muestran, expresivos, y por eso solemnes, respecto de tales principios que son proclamados sobre todo en las constituciones[6]. Se puede ver aquí que las reglas necesitan de los principios para “aclararse” a la luz de los principios que los sustentan, mientras que los principios requieren, seguramente, de las concreciones (¿judiciales? ¿Legislativas? ¿Solo legislativas?), para poder expresar con más precisión las reglas que se “esconden” tras su indeterminación, a la luz de cada circunstancia de los casos. 

La concordia llega así, justo en el punto en que la divergencia parecía inamovible, pues también Ruiz Manero reconoce que “solo con un modelo mixto de reglas más principios es posible atender a dos exigencias que consideramos irrenunciables, pues si un sistema jurídico careciera de reglas y fuera de composición únicamente principal, no podría cumplir una de sus funciones esenciales, que es la de guiar la conducta de la gente en general y la adopción de decisiones por parte de los órganos sin que ello implique para todos los casos y para todos los tramos de cada caso la necesidad de embarcarse en un proceso deliberativo; un modelo puro de principios multiplicaría, por ello, los costes de las decisiones y volvería éstas más difícilmente predecibles. Pero, por otro lado, un sistema que careciera de principios y obedeciera a un modelo puro de reglas, sería un sistema que aparecería como un conjunto de mandatos más o menos arbitrarios, sin presentar una coherencia de sentido y, en cuanto a la adopción de decisiones, no podría evitar la adopción de un buen número de ellas valorativamente anómalas.” [7]

En definitiva, en el largo camino en torno al debate sobre el papel de los principios en el razonamiento jurídico, se ha llegado así a un punto en donde precisamente inició el debate con la separación: los principios resultan fundamentales (son siempre normas fundamentales), pues sobre ellos se asienta cualquier sistema coherente de reglas. En consecuencia, más importante que su segmentación con relación a las reglas y los esfuerzos que se suelen hacer para diferenciarlos, es quizá la necesidad de concebirlos actuando en forma conjunta en la dinámica del razonamiento jurídico orientado siempre por principios que trascienden la capacidad del propio lenguaje, que no ha encontrado aún la formula de prescribir todas las posibilidades de supuestos que las complejas realidades muestran en la práctica del Derecho.

Antes de cerrar esta breve presentación, quisiera expresar mi gratitud a quienes han hecho posible esta publicación. En primer lugar, desde luego, a los participantes de este diálogo, su disposición para que este debate que ya tiene varios tramos, tenga también un espacio a través de Palestra para el público latinoamericano. También de manera muy especial a los amigos y amigas de Alicante: Ángeles Rodenas, Isabel Lifante y Daniel Gonzales Lagier, han dispuesto todo lo necesario desde Doxa para conseguir las autorizaciones de los traductores y poder reproducir los trabajos en este volumen sin ningún inconveniente. 


[1] Me sirvo de la conclusión a la que llega Mauro Barberis en su magnífico Manual de Teoría del Derecho. Cfr. Barberis, M. Introducción al Estudio del Derecho, Primera edición en castellano, Palestra, Lima, 2014. 
[2] Cfr. Ferrajoli, “Dos concepciones de los principios. Una respuesta a Juan Ruiz Manero”. En: DOXA N° 36, Alicante, 2013, pp. 559 y ss. 
[3] Cfr. Ferrajoli, “Dos concepciones de los principios. Una respuesta a Ruiz Manero”. En: Un debate sobre principios constitucionales. Lima, Palestra, 2014, pp. 265 y ss. 
[4] Es verdad que Ferrajoli, vería precisamente en esta exigencia (correspondencia con las prácticas) una distorsión de la teoría o más bien una vulgarización del Derecho hacia la fasticidad y por esta vía una reivindicación de la doctrina del realismo pragmatista que es lo que achaca al principialismo en algunos tramos del debate. Lo que quiero resaltar es que hay cosas que son, al margen de nuestro deseo sin que puedan transformarse en cosa distinta para acomodarse a alguna teoría en particular, este sería el caso precisamente de la práctica del derecho en cuanto actividad predominantemente valorativa y/o argumentativa (Cfr. Atienza, M. El Derecho como argumentación, Ariel, 2005) 
[5] Cfr. Ferrajoli, Ob. cit., pp. 256. 
[6] Cfr. Ferrajoli, “Constitucionalismo principialista y constitucionalismo garantista”. En: Un debate sobre principios constitucionales Lima, Palestra, 2014, pp. 127. 
[7] Ruiz Manero, J. “Cuatro manifestaciones de unilateralismo en la obra de L. Ferrajoli”, en, ISONOMÍA N° 37, octubre 2012, p. 105. 

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